viernes, 28 de enero de 2011

"PRÓLOGO A LOS LANZALLAMAS" por Roberto Arlt seguido de "SEMBLANZA DE UN GENIO RIOPLATENSE" por Juan Carlos Onetti

Onetti y Arlt son dos grandes monstruos literarios, además de estar entre lo mejor de la literatura del Río de la Plata.

Existen afinidades entre las escrituras de ambos.

En palabras de Juan Villoro:

"Para Piglia, el estilo de Arlt es “criminal” en el sentido de que ocurre contra la norma: no hay nada tan fácil como corregirlo ni tan difícil como imitarlo. Si Arlt busca un contralenguaje, hecho con las esquirlas de una explosión, Onetti construye un lenguaje único, un fuego obediente.

Arlt es un goloso visual, amante de la geometría, las sombras triangulares, las combinaciones de colores estridentes. Prefiere ver de lejos y con trazos de pulido plumón industrial, al modo de un artista pop. Onetti mira de cerca y de manera borrosa; si encuentra un objeto, está roto (“el cenicero con un pájaro de pico quebrado”). El sol no es para él un reflector escénico sino una caricia sensual que disipa una sombra. Los escenarios de Arlt existen para saltar una barda de modo acrobático o instalar un laboratorio en un garaje. Los de Onetti son espacios íntimos para preocuparse de cara a un papel tapiz desgarrado.

También la estética del fracaso los une y aparta. Ambos llevan a sus personajes a disyuntivas sin recompensa y los convencen de que decidir su ruina es una forma de evitar que alguien la decida por ellos. Sin embargo, Arlt tiene un sesgo fantasioso y anárquico que hace que sus personajes confíen en un prodigio de última hora, un designio astrológico, una rebelión posible, un pase de magia. La resignación de Onetti es más honda. Sería imposible que uno de sus personajes fuera un inventor o un criminal declarado, del mismo modo en que es raro que uno de Arlt no lo sea."

Comparto dos textos claves: el prologo a "Los Lanzallamas" por Roberto Arlt y a continuación la "Semblanza de un genio rioplatense" por Juan Carlos Onetti.



Prólogo a "Los lanzallamas" (1931)- Roberto Arlt

"Con Los lanzallamas finaliza la novela de Los siete locos.
Estoy contento de haber tenido la voluntad de trabajar, en condiciones bastante desfavorables, para dar fin a una obra que exigía soledad y recogimiento. Escribí siempre en redacciones estrepitosas, acosado por la obligación de la columna cotidiana.

Digo esto para estimular a los principiantes en la vocación, a quienes siempre les interesa el procedimiento técnico del novelista. Cuando se tiene algo que decir, se escribe en cualquier parte. Sobre una bobina de papel o en un cuarto infernal. Dios o el Diablo están junto a uno dictándole inefables palabras.

Orgullosamente afirmo que escribir, para mí, constituye un lujo. No dispongo, como otros escritores, de rentas, tiempo o sedantes empleos nacionales. Ganarse la vida escribiendo es penoso y rudo. Máxime si cuando se trabaja se piensa que existe gente a quien la preocupación de buscarse distracciones les produce surmenage.

Pasando a otra cosa: se dice de mí que escribo mal. Es posible. De cualquier manera, no tendría dificultad en citar a numerosa gente que escribe bien y a quienes únicamente leen correctos miembros de su familia.

Para hacer estilo son necesarias comodidades, rentas, vida holgada. Pero por lo general, la gente que disfruta de tales beneficios se evita siempre la molestia de la literatura. O la encara como un excelente procedimiento para singularizarse en los salones de sociedad.

Me atrae ardientemente la belleza. ¡Cuántas veces he deseado trabajar una novela, que como las de Flaubert, se compusiera de panorámicos lienzos…! Mas hoy, entre los ruidos de un edificio social que se desmorona inevitablemente, no es posible pensar en bordados. El estilo requiere tiempo, y si yo escuchara los consejos de mis camaradas, me ocurriría lo que les sucede a algunos de ellos: escribiría un libro cada diez años, para tomarme después unas vacaciones de diez años por haber tardado diez años en escribir cien razonables páginas discretas.

Variando, otras personas se escandalizan de la brutalidad con que expreso ciertas situaciones perfectamente naturales a las relaciones entre ambos sexos. Después, estas mismas columnas de la sociedad me han hablado de James Joyce, poniendo los ojos en blanco. Ello provenía del deleite espiritual que les ocasionaba cierto personaje de Ulises, un señor que se desayuna más o menos aromáticamente aspirando con la nariz, en un inodoro, el hedor de los excrementos que ha defecado un minuto antes.

Pero James Joyce es inglés. James Joyce no ha sido traducido al castellano, y es de buen gusto llenarse la boca hablando de él. El día que James Joyce esté al alcance de todos los bolsillos, las columnas de la sociedad se inventarán un nuevo ídolo a quien no leerán sino media docena de iniciados.

En realidad, uno no sabe qué pensar de la gente. Si son idiotas en serio, o si se toman a pecho la burda comedia que representan en todas las horas de sus días y sus noches.


De cualquier manera, como primera providencia he resuelto no enviar ninguna obra mía a la sección de crítica literaria de los periódicos. ¿Con qué objeto? Para que un señor enfático entre el estorbo de dos llamadas telefónicas escriba para satisfacción de las personas honorables:

"El señor Roberto Arlt persiste aferrado a un realismo de pésimo gusto, etc., etc."
No, no y no.

Han pasado esos tiempos. El futuro es nuestro, por prepotencia de trabajo. Crearemos nuestra literatura, no conversando continuamente de literatura, sino escribiendo en orgullosa soledad libros que encierran la violencia de un "cross" a la mandíbula. Sí, un libro tras otro, y "que los eunucos bufen".

El porvenir es triunfalmente nuestro.

Nos lo hemos ganado con sudor de tinta y rechinar de dientes, frente a la "Underwood", que golpeamos con manos fatigadas, hora tras hora, hora tras hora. A veces se le caía a uno la cabeza de fatiga, pero…. Mientras escribo estas líneas pienso en mi próxima novela. Se titulará El Amor brujo y aparecerá en agosto del año 1932.
Y que el futuro diga."



Semblanza de un genio rioplatense - Por Juan Carlos Onetti

"Quiero aclarar desde el principio que estas páginas se escriben, misteriosamente, porque el editor y el autor estuvieron de acuerdo respecto a su tono. Yo no podría prologar esta novela de ArIt haciendo juicios literarios, sino sociológicos; tampoco podría caer en sentimentalismos fáciles sobre, por ejemplo, el gran escritor prematuramente desaparecido. No podría hacerlo por gustos e incapacidades personales; pero, sobre todo, imagino y sé la gran carcajada que le provocaria a Roberto ArIt cualquier cosa de ese tipo. Oigo su risa desfachatada, repetida en los últimos años por culpa de exégetas y neodescubridores.

Por ese motivo no releí a Roberto ArIt, auncio que esta precaución es excesiva porque lo conozco de memoria, tantos persistentes años pasados. Tampoco quise mirar lo que se publicó sobre él y tengo en mi biblioteca. Supuse más adecuado un encuentro cara a cara, sin mentir ni tolerarle trampas. Creo que es una forma indudable de la amistad, si es que Roberto Arlt tuvo jamás un amigo. Estaba en otra cosa. En consecuencia, quiero pedir perdón por fechas equivocas, por anécdotas ignoradas, tal vez ya contadas.

En aquel tiempo, allá por el 34, yo padecía en Montevideo una soltería o viudez en parte involuntaria. Había vuelto de mi primera excursión a Buenos Aires fracasado y pobre. Pero esto no importaba en exceso porque yo tenía veinticinco años, era austero y casto por pacto de amor, y sobre todo, porque estaba escribiendo una novela “genial” que bauticé Tiempo de abrazar y que nunca llegó a publicarse, tal vez por mala, acaso, simplemente, porque la perdi en alguna mudanza.

Ademas de la novela yo tenía otras cosas, propias de la edad, entre ellas un amigo, Italo Constantini, que vivía en Buenos Aires y jugaba por entonces al Stavroguin.

Entre el 30 y 34 yo había leído, en Buenos Aíres, las novelas de Arlt —El juguete rabioso, Los siete locos, Los lanzallamas, algunos de sus cuentos—, pero lo que daba al escritor una popularidad incomparable eran sus crónicas. “Aguafuertes porteñas”, que publicaba semanalmente en el diario El Mundo.

Los aguafuertes aparecían, al principio, todos los martes y su éxito fue excesivo para los intereses del diario El director, Muzzio Sáenz Peña, comprobó muy pronto que El Mundo, los martes, casi duplicaba la venta de los demás días. Entonces resolvió despistar a los lectores y publicar los “Aguafuertes” cualquier día de la semana. En busca de Arlt no hubo más remedio que comprar El Mundo todos los días, del mismo modo que se persiste en apostar al mismo número de lotería con la esperanza de acertar.

El triunfo periodistico de los “Aguafuertes” es fácil de explicar El hombre común, el pequeño y pequeñísimo burgués de las calles de Buenos Aires, el oficinista, el dueño de un negocio raído, el enorme porcentaje de amargos y descreídos podían leer sus propios pensamientos y tristezas, sus ilusiones pálidas, adivinadas y dichas en su lenguaje de todos los días. Además, el cinismo que ellos sentían sin atreverse a confesión: y, más allá, intuían nebulosamente el talento de quien les estaba contando sus propias vidas, con una sonrisa burlona pero que podía creerse cómplice.

Hablando de cinismo el mencionado Muzzio Sáenz Peña —a quien Arlt entregaba normalmente sus manuscritos para que corrigiera los errores ortográficos— se alarmó porque el escritor habla estado publicando crónicas en revistas de izquierda. Esta inquietud o capricho de ArIt preocupaba a la Administración del diario, temerosa de perder avisos de Ford, Shell, etcétera, encaprichada en conservarlos.

Muzzio llamó a ArIt y le dijo, no era pregunta:
—¿Te imaginás en qué lío me estás metiendo?
—¿Por eso? No te preocupés que te lo arreglo mañana

(Jorge Luis Borges, el más imporante de los escritores argentinos de la época, dijo en una entrevista reciente que Roberto Arlt pronunciaba el español con un fuerte acento germano o prusiano heredado del padre. Es cierto que el padre era austriaco y un redomado hijo de perra: pero yo creo que la prosodia aritiana era la sublimación del hablar porteño: escatimaba las eses finales y las multiplicaba en mitad de las palabras como un tributo al espiritu de equilibrio que él nunca tuvo.)

Y al día siguiente, después de corregir Muzzio los errores gramaticales, las “Aguafuertes” dileron algo parecido a esto: “Me acerqué a los problemas obreros por curiosidad Lo único que me importaba era conseguir mas material literario y más lectores”.

La anécdota no debe escandalizar a deudos, amigos ni admiradores. El problema ArIt persona en este aspecto es fácil de comprender. Arlt era un artista (me escucha y se burla) y nada había para él más importante que su obra. Como debe ser.

Ahora volvemos a Italo Constantini, a Tiempo de abrazar y a otra temporada en Buenos Aires. Harto de castidad, nostalgia y planes para asesinar a un dictador, busqué refugio por tres dias de Semana Santa en casa de Italo (Kostia); me quedé tres años.

Kostia es una de las personas que he conocido personalmen¬te, hasta el límite de intimidad que él imponía, más inteligentes y sensibles en cuestión literaria. Desgraciadamente para él leyo mi novelón en dos días y al tercero me dijo desde la cama -reiterados gramos de ceniza de Player’s Mediurn en la solapa.

-Esa novela es buena. Hay que publicarla. Mañana vamos a ver a ArIt.

Entonces supe que Kostia era viejo amigo de ArIt. que había crecido con él en Flores, un barrio bonaerense, que probablemente haya participado en las aventuras primeras de El juguete rabioso.

¿Pero quién y cómo era Arlt? Lo imaginé como un compadrito porteño, definición que no puede ser traducida, que llevaría horas para ser explicada y tal vez sin acierto posible.

Por ahora, en la víspera de una entrevista que me parecía inverosímil, supe que Kostia, por lo menos, conocía a muchos proagonistas de Los siete locos y Los lanzallarnas. Claro que Erdosain continuaba invisble, impalpable, porque era el fantasma hecho personaje del mismo Arlt.

Siempre en la víspera, intentaba sondear mi futuro inmediato:

—Pero lo que yo escribo no tiene nada que ver con lo que hace Arlt. ¿Y si no le gusta? ¿Con qué derecho ,vas a imponerle que lea el libro?
—Claro que no tiene nada que ver -sonreía Kostia con dulzura. ArIt es un gran novelista. Pero odia lo que podemos llamar literatura entre comillas, Y tu librito, por lo menos, está limpio de eso. No te preocupes -vasos de vino y la solapa aceptando pacientes la misión de cenicero-; lo mas probable es que te mande a la mierda.

La entrevista en El Mundo resultó tan inolvidable como desconcertante. Arlt tenía el privilegio, tan raro en una redaccion, de ocupar una oficina sin compartirla con nadie. Por lo menos en aquel momento, las cuatro de la tarde. Saludo a Kostia:

—Que hacés, malandra.

Y después de las presentaciones Kostia se dedico a divertirse en silencio y aparte El original de la novela quedó encima del escritorio. Roberto ArIt se adhirió a la quietud de su amigo, apenas movió la cabeza para desechar mi paquete de cigarnillos. Tendría entonces unos treinta y cinco anos de edad, una cabeza bien hecha, pálida y saludable, un mechón de pelo negro duro sobre la frente, una expresión desafiante que no era deliberada. que le habia sido impuesta por la infancia, y que nunca lo abandonaría.

Me estuvo mirando, quieto, hasta colocarme en alguno de sus caprichosos casilleros personales. Comprendi que resultaría inútil, molesto, posiblemente ofensivo hablar de admiraciones y respetos a un hombre como aquél, un hombre impredecible que “siempre estaría en otra cosa”.

Por fin dijo:

—Assi que usted esscribió una novela y Kostia dice que está bien y yo tengo que conseguirle un imprentero.

(En aquel tiempo Buenos Aires no tenia, prácticamente, editoriales. Por desgracia. Hoy, tiene demasiadas, también por desgracia.)

Arlt abrió el manuscrito con pereza y leyo fragmentos de páginas, salteando cinco, salteando diez De esta manera la lectura fue muy rápida. Yo pensaba: demoré casi un año en escribirla Sólo sentí asombro, la sensacion absurda de que la escena hubiera sido planeada.

Finalmente ArIt dejó el manuscrito y se volvió al amigo que fumaba indolente sentado lejos y a su izquierda, casi ajeno.

—Dessime vos, Kostia -preguntó-, ¿yo publiqué una novela este año?
—Ninguna. Anunciaste Pero no pasó nada
—Es por las “Aguafuertes”, que me tienen loco Todos los días se me aparece alguno con un tema que me jura que es genial. Y todos son amigos del diario y ninguno sabe que los temas de las ‘Aguafuertes” me andan buscando por la calle, o la pensión o donde menos se imaginan. Entonces, si estás seguro que no publiqué ningún libro este año, lo que acabo de leer es la mejor novela que se escribió en Buenos Aires este año, Tenemos que publicarla.

La amnesia fue fingida tan groseramente que mi unica preocupación era desaparecer.

—Te avisé -dijo Kostia.
—Sos como yo, no te equivocás nunca con los libros. Por eso no te muestro los originales, porque no quiero andar dudando.
Suspiró, puso la mano abierta encima del manuscrito y se acordó de mi.
—Claro, usted piensa que lo estoy cachando y tiene ganas de putearme. Pero no es asi. Vea: cuando me alcanza el dinero para comprar libros, me voy a cualquier librería de la calle Corrientes. Y no necesito hacer más que esto, hojear, para estar seguro de si una novela es buena o no La suya es buena y ahora vamos a tomar algo para festejar y divertirnos, hablando de los colegas.

Arlt entró al café Rivadavia y Río de Janeiro, haciendo cruz con el edificio de El Mundo. Era un hombre alto y por aquellos días jugaba a la gimnasia y la salud.

Acaso fuera aquél el mismo cafetín donde la mujer de Erdosain espiara el perfil inmóvil y melancólico de su marido, a través de los vidrios mugrientos, hundido en el humo del tabaco y la máquina del café.

Hablamos de muchas cosas y aquella tarde, hablaba él.Desfilaron casi todos los escritores argentinos contemporáneos y Arlt los citaba con precisión y carcajadas que resonaban extrañas en aquel café de barrio, en aquella hora apacible de la tarde.

—Pero mirá, un tipo que es capaz de escribir en serio una frase como ésta: Y venian la frase y la risa. Pero las burlas de ArIt no tenían relación con las previsibles y rituales de las peñas o capillas literarias. Se reía francamente, porque le parecía absurdo que en los años treinta alguien pudiera escribir o seguir escribiendo con temas y estilos que fueron potables a principios del siglo. No atacaba a nadie por envidia: estaba seguro de ser superior y distinto, de moverse en otro plano.

Evocándolo, puedo imaginar su risa frente al pasajero trucho del boom, frente a los que siguen pagando, con esfuerzo visible, el viaje inútil y grotesco hacia un todo que siempre termina en nada. Arlt, que solo era genial cuando contaba de personas, situaciones y de la conciencia del paraíso inalcanzable.

Un recuerdo que viene al caso, para confundir o aclarar. Alguna vez nos dijo y lo publicó. Cuando aparece por la redaccion (del diario en que trabajaba), un tipo con su manuscrito o me piden que lea un libro de un desconocido que tiene talento, nunca procedo como mis colegas. Estos se asustan y le ponen mil trabas -muy corteses, muy respetuosos y bien educados- al recién venido Yo uso otro procedimiento Yo me dedico a conse¬guirle al nuevo genio toda clase de facilidades para que publique. Nunca falla: un año o dos y el tipo no tiene ya más nada que decir. Enmudece y regresa a las cosas que fueron su vida antes de la aventura literaria.’

Como el prólogo amenaza ser más largo que el libro cuento dos “aguafuertearitianas”:

1) Una mañana sus compañeros de trabajo lo encontraron en a redacción (era otro diario, Crítica, donde Arlt estaba encargado de la sección “Policiaies”) con los pies sin zapatos sobre !a mesa, llorando, los calcetines rotos Tenía enfrente un vaso con una rosa mustia. A las preguntas, a las angustias, contestó: "¿Pero no ven la flor? ¿No se dan cuenta que se esta muriendo?"

Otra mañana estaba calzado pero semimuerto, el mechón de pelo en la cara, negándose a conversar. Acababa de ver el cuerpo de una muchacha, sirvienta, que se habia tirado a la calle desde un quinto o séptimo piso. Fue mudo y grosero durante varios días. Después escribía su primera y mejor obra de teatro Trescientos millones o cifra parecida, basado en la supuesta historia de la muchacha muerta.

2) En aquel tiempo, como ahora, yo vivia apartado de esa consecuente masturbacion que se llama vida literaria. Escribía y escribo y lo demás no importa. Una noche, por casualidad pura me mezclé con Arlt y otros conocidos en un cafetín. El monstruo, antónimo de sagrado, recuerdo, no tomaba alcohol.



Tarde, cuatro o cinco de nosotros aceptamos tomar un taxi para ir a comer. Entre nosotros iba un escritor, también dramaturgo, al que conviene bautizar Pérez Encina. En el viaje se habló, claro, de literatura. Arlt miraba en silencio las luces de la calle Cerca de nuestro destino -una calle torcida, un bodegón que se fingia italiano- Perez Encina dijo:

—Cuando estrené La casa vendida...

Entonces ArIt resucitó de la sombra y empezó a reír y siguió riendo hasta que el taxi se detuvo y alguno pagó el viaje. Continuaba riendo apoyado en la pared del bodegón y, sospecho, todos pensamos que le había llegado un muy previsible ataque de locura. Por fin se acabó la risa y dijo calmoso y serio:

—A vos, Pérez Encina, nadie te da patente de inteligencia. Pero sos el premio Nobel de la memoria. ¡Sos la única persona en el mundo que se acuerda de La casa vendida!

La numerosa tribu de los maniqueos puede elegir entre las dos anécdotas. Yo creo en la sinceridad de una y otra y no doy opinión sobre la persona Roberto Arlt. Que, por otra parte, me interesa menos que sus libros.

A esta altura pienso que hay bastantes recuerdos y es, sería, necesario hablar del libro. Pero siempre he creído, además, que a los lectores, lo único que importa de verdad -y esto es demostrable- no son niños necesitados de que los ayuden a atravesar las tinieblas para esquivar las zanjas o llegar al baño. Ellos, los lectores, son siempre los que dicen la última, definitiva palabra después de la verborragia-critica que se adhiere a las primeras ediciones.

Esto no es un ensayo crítico -seria incapaz de hacerlo seriamente-, sino una simple semblanza, muy breve en realidad si la comparo con lo que recuerdo ahora mismo, esta noche de mayo en un lugar que ustedes no conocen y se llama Montevideo. Una semblanza de un tipo llamado Roberto ArIt, destinado a escribir.

Y el destino, supongo, sabe lo que hace. Porque el pobre hombre se defendió inventando medias irrompibles, rosas eternas, motores de superexplosión, gases para concluir con una ciudad.

Pero fracasó siempre y tal vez de ahi irrumpieran en este libro metáforas industriales, químicas, geométricas. Me consta que tuvo fe y que trabajó en sus fantasías con seriedad y métodos germanos.

Pero había nacido para escribir sus desdichas infantiles, adolescentes, adultas. Lo hizo con rabia y con genio, cosas que le sobraban.

Todo Buenos Aires, por lo menos, leyó este libro. Los intelectuales interrumpieron los dry martinis para encoger los hombros y rezongar piadosamente que ArIt no sabía escribir. No sabía, es cierto, y desdeñaba el idioma de los mandarines: pero sí dominaba la lengua y los problemas de millones de argentinos, in¬capaces de comentarlo en artículos literarios, capaces de comprenderlo y sentirlo como amigo que acude —hosco, silencioso o cinico— en la hora de la angustia.

Arlt nació y soportó la infancia en ese limite fijo que los estadigrafos de todos los gobiernos de este mundo llaman miseria-pobreza: soportó a un padre de sangre pura que le decia, a cada travesura mañana a las seis te voy a dar una paliza. Arlt trató de contarnos, y tal vez pudo hacerlo en su primera novela, los insomnios en que miraba la negrura de una pequeña ventana, viendo el anuncio de la mañana implacable.

Supe que leyó Dostoyevski en miserables ediciones argentinas de su época. Humillados y ofendidos, sin duda alguna. Después descubrió Rocambole y creyó. Era, literariamente, un asombroso semianalfabeto. Nunca plagió a nadie; robó sin darse cuenta.

Sin embargo, yo persisto, era un genio. Y, antes del final, una observación: por si todavía quedan lombrosianos es justo decr que los huesos frontales del genio muestran una protuberancia en el entrecejo. En Roberto Arlt el rasgo era muy notable; yo no lo tengo.

Y ahora, por desgracia, reaparece la palabra “desconcertante". Pero, ya que está expuesta, vamos a mirarla de cerca Corno viejos admiradores de Arli, como antiguos charlatanes y discutidores, hemos comprobado que las objeciones de los más cultos sobre la obra de Roberto Arlt son dificiles de rebatir Ni siquiera el afán de ganar una polémica durante algunos minutos me permitió nunca decir que no a los numerosos cargos que tuve que escuchar y que sin embargo, curiosamente, nadie se atreve a publicar. Vamos a elegir los más contundentes, los más definitivos en apariencia.

1) Roberto Arlt tradujo a Dostoyevski al lunfardo, La novela que integran Los siete locos y Los lanzallamas nació de Los demonios. No sólo el tema, sino también situaciones y personajes. Maria Timofoyevna Lebiádkikna, “la coja”, es fácil de reconocer, se llama aquí Hipólita, Stavroguin es reconstruido con el Astrólo¬go; y otros; el diablo, puntualmente se le aparece tantas veces a Erdosain como a Iván Karamázov.

2) La obra de ArIt puede ser un ejemplo de carencia de autocrítica. De sus nueve cuentos recogidos en libro, este lector envidia dos: Las fieras, Ester Primavera y desprecia el resto.

3) Su estilo es con frecuencia enemigo personal de la gramática.

4) Las “Aguafuertes porteñas” son, en su mayoría, perfectamente desdeñables.

Las objeciones siguen pero éstas son las principales y bastan.

Los anteriores cuatro argumentos del abogado del diablo son, repetimos, irrebatibles. Seguimos profunda, detinitivamente convencidos de que si algún habitante de estas humildes playas logró acercarse a la genialidad literaria, llevaba por nombre el de Roberto ArIt. No hemos podido nunca demostrarlo. Nos ha sido imposible abrir un libro suyo y dar a leer el capítulo o la página o la frase capaces de convencer al contradictor. Desarmados, hemos preferido creer que la suerte nos había provisto, por lo menos, de la facultad de la intuición literaria. Y este don no puede ser transmitido.

Hablo de arte y de un gran, extraño artista. En este terreno, poco pueden moverse los gramáticos, los estetas, los profesores. O, mejor dicho, pueden moverse mucho pero no avanzar. El tema de ArIt era el del hombre desesperado, del hombre que sabe -o inventa- que sólo una delgada o invencible pared nos está separando a todos de la felicidad indudable, que comprende que ‘es inútil que progrese la ciencia sí continuamos manteniendo duro y agrio el corazón como era el de los seres humanos hace mil años’.

Hablo de un escritor que comprendió cómo nadie la ciudad en que le tocó nacer. Más profundamente, quizá, que los que escribieron música y letra de tangos inmortales. Hablo de un novelista que será mucho mayor de aquí que pasen los años -a esta carta se puede apostar- y que, incomprensiblemente, es casi desconocido en el mundo.

Dedicado a catequizar, distribuí libros de Roberto Arlt. Alguno fue devuelto después de haber señalado con lápiz, sin distracciones, todos los errores ortográficos, todos los torbellinos de la sintaxis. Quien cumplió la tarea tiene razón. Pero siempre hay compensaciones; no nos escribirá nunca nada equivalente a La agonía del rufián melancólico, o El humillado o a Hafíner cae.

No nos dirá nunca, de manera torpe, genial y convincente, que nacer significa la aceptación de un pacto monstruoso y que, sin embargo, estar vivo es la única verdadera maravilla posible. Y tampoco nos dirá que, absurdamente, más vale persistir.

Y, en otro plano del arltismo: ¿quién nos va a reproducir la mejilla pensativa, el perfil desgraciado y cinico de Roberto Arlt en el sucio boliche bonaerense de Rio de Janeiro y Rivadavia, cuando se llamaba Erdosain?"

1 comentario:

  1. Genial!!!! me encantó!!! te invito a ver mi blog detangosyparolas.blogspot.com/

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