martes, 8 de febrero de 2011

DERECHOS DE LOS LECTORES Y CONSEJOS PARA ESCRITORES

"La única forma de soportar la existencia es aturdirse en la literatura como en una orgía perpetua."
Gustave Flaubert



A mí los libros siempre me salvaron la vida. Y me siguen ayudando a vivir. Además tienen la cualidad de llegar en el momento justo, como los buenos amigos. Como decía siempre un ex: "Si estás mal o aburrida es porque no estás leyendo el libro adecuado". Pera él los libros eran como un remedio. Y tenía razón. Curan.

La psicóloga junguiana Clarissa Pinkola Estés, autora de "Mujeres que Corren con los Lobos" utiliza el relato como terapia. En su opinión "Los cuentos son una medicina. Tienen un poder extraordinario. No exigen que hagamos, seamos o pongamos en práctica algo; basta con que escuchemos. Los cuentos engendran emociones, tristeza, preguntas, anhelos y comprensiones que hacen aflorar espontáneamente a la superficie el arquetipo; en este caso, la Mujer Salvaje". Según ella, los antiguos cuentos de hadas, sobre todo en su forma original, contienen instrucciones que nos ayudan a enfrentarnos y superar determinados problemas que el ser humano experimenta de forma universal, como aquellos relacionados con la muerte, el amor, el sexo, la transformación, el nacimiento, el duelo. La persona que lee un cuento lo relaciona con su problemática personal, siente al leerlo un estremecimiento que recorre todo su cuerpo, porque está leyendo su propia historia contada por otro.


Uno de mis escritores favoritos es el inglés Nick Hornby. En ‘31 canciones’ Hornby escribe que el verdadero amante de la música pop ama las canciones por sí mismas, sin mirar mas allá de lo que puedan llegar a trascender en nuestros propios recuerdos, o en nuestras vivencias para con ellas.

Probablemente tenga razón. Sin embargo, él es un escritor, así que en su libro lo que se propone es hacer un listado de sus 31 canciones favoritas continuando un poco con el juego de hacer listas de los personajes de su gran novela "Alta fidelidad". Este libro reflexiona acerca de cómo marca la música algunos pasajes de la vida de cada persona. A través de su selección musical vamos conociendo sus experiencias en la vida, como cuando se separó de su mujer o de sus amigos, del gran dilema que tuvo al vender los derechos de su novela para llevarla al cine, pero siempre relacionado con la música y haciendo algunos apuntes y aclaraciones típicos de un enfermo de la música. Todos tenemos la manía de asociar canciones a momentos. O momentos a canciones según se quiera mirar. Independientemente de que sean buenas canciones o no, que sean más o menos conocidas, las canciones pop son pequeños fragmentos sonoros que unen temporalmente a diferentes tipos de personas en una situación tangencial. No podemos negar el poder evocador de la música pop. Por eso ponemos banda sonora a nuestra vida, asociamos vivencias que quedan para siempre ligadas a una canción. Y ese hecho en sí mismo es lo que hace a una canción especial entre todas las demás. Exactamente este sentimiento es lo que me sucede con los libros. Mi biblioteca es el mapa de quién fui, quién soy y quién seré. Leer es, además de la música, una de las mejores enfermedades que podremos contraer en lo que nos queda de vida.



Me gustaría compartir con los lectores de este blog algunas listas que han hecho distintos escritores en relación con la lectura y con la escritura. Una es la que realizó el escritor francés Daniel Pennac en “Como una novela” (Comme un roman). Su obra es un ensayo, su tesis principal es el placer de la lectura. En su experiencia como docente Pennac llegó a la conclusión que para hacer nuevos lectores no hay que obligar a los niños a leer lecturas aburridas, sino contagiarle el amor por la lectura. ¿Por qué se explicaría sinó que la mayoría de los lectores vienen de padres también lectores? Tiene mucha más importancia entusiasmar al alumno para que comience a leer por puro placer, que pasarse todo un curso intentando calificarlo como buen o mal estudiante.



Las conclusiones de Daniel Pennac quedaron en un decálogo.

"LOS DERECHOS IMPRESCINDIBLES DEL LECTOR"
1. El derecho a no leer.
2. El derecho a saltarnos las páginas.
3. El derecho a no terminar un libro.
4. El derecho a releer.
5. El derecho a leer cualquier cosa.
6. El derecho al bovarismo (enfermedad de transmisión textual).
7. El derecho a leer en cualquier sitio.
8. El derecho a hojear.
9. El derecho a leer en voz alta.
10. El derecho a callarnos.

"CONSEJOS PARA ESCRITORES"
Según algunos consagrados en el oficio


"Diez mandamientos para escribir con estilo"
(Friedrich Nietzsche)


1. Lo que importa más es la vida: el estilo debe vivir.

2. El estilo debe ser apropiado a tu persona, en función de una persona determinada a la que quieres comunicar tu pensamiento.

3. Antes de tomar la pluma, hay que saber exactamente cómo se expresaría de viva voz lo que se tiene que decir. Escribir debe ser sólo una imitación.

4. El escritor está lejos de poseer todos los medios del orador. Debe, pues, inspirarse en una forma de discurso muy expresiva. Su reflejo escrito parecerá de todos modos mucho más apagado que su modelo.

5. La riqueza de la vida se traduce por la riqueza de los gestos. Hay que aprender a considerar todo como un gesto: la longitud y la cesura de las frases, la puntuación, las respiraciones; también la elección de las palabras, y la sucesión de los argumentos.

6. Cuidado con el período. Sólo tienen derecho a él aquellos que tienen la respiración muy larga hablando. Para la mayor parte, el período es tan sólo una afectación.

7. El estilo debe mostrar que uno cree en sus pensamientos, no sólo que los piensa, sino que los siente.

8. Cuanto más abstracta es la verdad que se quiere enseñar, más importante es hacer converger hacia ella todos los sentidos del lector.

9. El tacto del buen prosista en la elección de sus medios consiste en aproximarse a la poesía hasta rozarla, pero sin franquear jamás el límite que la separa.

10. No es sensato ni hábil privar al lector de sus refutaciones más fáciles; es muy sensato y muy hábil, por el contrario, dejarle el cuidado de formular él mismo la última palabra de nuestra sabiduría.




"Varios consejos"
(Ernest Hemingway)


Escribe frases breves. Comienza siempre con una oración corta. Utiliza un inglés vigoroso. Sé positivo, no negativo.


*

La jerga que adoptes debe ser reciente, de lo contrario no sirve.


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Evita el uso de adjetivos, especialmente los extravagantes como “espléndido, grande, magnífico, suntuoso”.


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Nadie que tenga un cierto ingenio, que sienta y escriba con sinceridad acerca de las cosas que desea decir, puede escribir mal si se atiene a estas reglas.


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Para escribir me retrotraigo a la antigua desolación del cuarto de hotel en el que empecé a escribir. Dile a todo el mundo que vives en un hotel y hospédate en otro. Cuando te localicen, múdate al campo. Cuando te localicen en el campo, múdate a otra parte. Trabaja todo el día hasta que estés tan agotado que todo el ejercicio que puedas enfrentar sea leer los diarios. Entonces come, juega tenis, nada, o realiza alguna labor que te atonte sólo para mantener tu intestino en movimiento, y al día siguiente vuelve a escribir.

*

Los escritores deberían trabajar solos. Deberían verse sólo una vez terminadas sus obras, y aun entonces, no con demasiada frecuencia. Si no, se vuelven como los escritores de Nueva York. Como lombrices de tierra dentro de una botella, tratando de nutrirse a partir del contacto entre ellos y de la botella. A veces la botella tiene forma artística, a veces económica, a veces económico-religiosa. Pero una vez que están en la botella, se quedan allí. Se sienten solos afuera de la botella. No quieren sentirse solos. Les da miedo estar solos en sus creencias…


*

A veces, cuando me resulta difícil escribir, leo mis propios libros para levantarme el ánimo, y después recuerdo que siempre me resultó difícil y a veces casi imposible escribirlos.


*

Un escritor, si sirve para algo, no describe. Inventa o construye a partir del conocimiento personal o impersonal.



"Consejos para escritores"
(Anton Chéjov)




* Uno no termina con la nariz rota por escribir mal; al contrario, escribimos porque nos hemos roto la nariz y no tenemos ningún lugar al que ir.



* Cuando escribo no tengo la impresión de que mis historias sean tristes. En cualquier caso, cuando trabajo estoy siempre de buen humor. Cuanto más alegre es mi vida, más sombríos son los relatos que escribo.



* Dios mío, no permitas que juzgue o hable de lo que no conozco y no comprendo.



* No pulir, no limar demasiado. Hay que ser desmañado y audaz. La brevedad es hermana del talento.



* Lo he visto todo. No obstante, ahora no se trata de lo que he visto sino de cómo lo he visto.



* Es extraño: ahora tengo la manía de la brevedad: nada de lo que leo, mío o ajeno, me parece lo bastante breve.



* Cuando escribo, confío plenamente en que el lector añadirá por su cuenta los elementos subjetivos que faltan al cuento.



* Es más fácil escribir de Sócrates que de una señorita o de una cocinera.



* Guarde el relato en un baúl un año entero y, después de ese tiempo, vuelva a leerlo. Entonces lo verá todo más claro. Escriba una novela. Escríbala durante un año entero. Después acórtela medio año y después publíquela. Un escritor, más que escribir, debe bordar sobre el papel; que el trabajo sea minucioso, elaborado.



* Te aconsejo: 1) ninguna monserga de carácter político, social, económico; 2) objetividad absoluta; 3) veracidad en la pintura de los personajes y de las cosas; 4) máxima concisión; 5) audacia y originalidad: rechaza todo lo convencional; 6) espontaneidad.



* Es difícil unir las ganas de vivir con las de escribir. No dejes correr tu pluma cuando tu cabeza está cansada.



* Nunca se debe mentir. El arte tiene esta grandeza particular: no tolera la mentira. Se puede mentir en el amor, en la política, en la medicina, se puede engañar a la gente e incluso a Dios, pero en el arte no se puede mentir.



* Nada es más fácil que describir autoridades antipáticas. Al lector le gusta, pero sólo al más insoportable, al más mediocre de los lectores. Dios te guarde de los lugares comunes. Lo mejor de todo es no describir el estado de ánimo de los personajes. Hay que tratar de que se desprenda de sus propias acciones. No publiques hasta estar seguro de que tus personajes están vivos y de que no pecas contra la realidad.



* Escribir para los críticos tiene tanto sentido como darle a oler flores a una persona resfriada.



* No seamos charlatanes y digamos con franqueza que en este mundo no se entiende nada. Sólo los charlatanes y los imbéciles creen comprenderlo todo.



* No es la escritura en sí misma lo que me da náusea, sino el entorno literario, del que no es posible escapar y que te acompaña a todas partes, como a la tierra su atmósfera. No creo en nuestra intelligentsia, que es hipócrita, falsa, histérica, maleducada, ociosa; no le creo ni siquiera cuando sufre y se lamenta, ya que sus perseguidores proceden de sus propias entrañas. Creo en los individuos, en unas pocas personas esparcidas por todos los rincones –sean intelectuales o campesinos– ; en ellos está la fuerza, aunque sean pocos.


"Decálogo del perfecto cuentista"
(Horacio Quiroga)




I. Cree en un maestro – Poe, Maupassant, Kipling, Chéjov– como en Dios mismo.


II. Cree que su arte es una cima inaccesible. No sueñes en domarla. Cuando puedas hacerlo, lo conseguirás sin saberlo tú mismo.


III. Resiste cuanto puedas a la imitación, pero imita si el influjo es demasiado fuerte. Más que ninguna otra cosa, el desarrollo de la personalidad es una larga paciencia


IV. Ten fe ciega no en tu capacidad para el triunfo, sino en el ardor con que lo deseas. Ama a tu arte como a tu novia, dándole todo tu corazón.


V. No empieces a escribir sin saber desde la primera palabra adónde vas. En un cuento bien logrado, las tres primeras líneas tienen casi la importancia de las tres últimas.


VI. Si quieres expresar con exactitud esta circunstancia: “Desde el río soplaba el viento frío”, no hay en lengua humana más palabras que las apuntadas para expresarla. Una vez dueño de tus palabras, no te preocupes de observar si son entre sí consonantes o asonantes.


VII. No adjetives sin necesidad. Inútiles serán cuantas colas de color adhieras a un sustantivo débil. Si hallas el que es preciso, él solo tendrá un color incomparable. Pero hay que hallarlo.


VIII. Toma a tus personajes de la mano y llévalos firmemente hasta el final, sin ver otra cosa que el camino que les trazaste. No te distraigas viendo tú lo que ellos no pueden o no les importa ver. No abuses del lector. Un cuento es una novela depurada de ripios. Ten esto por una verdad absoluta, aunque no lo sea.


IX. No escribas bajo el imperio de la emoción. Déjala morir, y evócala luego. Si eres capaz entonces de revivirla tal cual fue, has llegado en arte a la mitad del camino


X. No pienses en tus amigos al escribir, ni en la impresión que hará tu historia. Cuenta como si tu relato no tuviera interés más que para el pequeño ambiente de tus personajes, de los que pudiste haber sido uno. No de otro modo se obtiene la vida del cuento.

"El decálogo"
(Juan Carlos Onetti)




I. No busquen ser originales. El ser distinto es inevitable cuando uno no se preocupa de serlo.

II. No intenten deslumbrar al burgués. Ya no resulta. Éste sólo se asusta cuando le amenazan el bolsillo.

III. No traten de complicar al lector, ni buscar ni reclamar su ayuda.

IV. No escriban jamás pensando en la crítica, en los amigos o parientes, en la dulce novia o esposa. Ni siquiera en el lector hipotético.

V. No sacrifiquen la sinceridad literaria a nada. Ni a la política ni al triunfo. Escriban siempre para ese otro, silencioso e implacable, que llevamos dentro y no es posible engañar.


VI. No sigan modas, abjuren del maestro sagrado antes del tercer canto del gallo.

VII. No se limiten a leer los libros ya consagrados. Proust y Joyce fueron despreciados cuando asomaron la nariz, hoy son genios.

VIII. No olviden la frase, justamente famosa: 2 más dos son cuatro; pero ¿y si fueran 5?


IX. No desdeñen temas con extraña narrativa, cualquiera sea su origen. Roben si es necesario.

X. Mientan siempre.

XI. No olviden que Hemingway escribió: “Incluso di lecturas de los trozos ya listos de mi novela, que viene a ser lo más bajo en que un escritor puede caer.”

"Notas sobre el arte de escribir"
(Clarice Lispector)



Escribir es una maldición que salva. Es una maldición porque obliga y arrastra, como un vicio penoso del cual es imposible librarse. Y es una salvación porque salva el día que se vive y que nunca se entiende a menos que se escriba.
¿El proceso de escribir es difícil? Es como llamar difícil al modo extremadamente prolijo y natural con que es hecha una flor.
No puedo escribir mientras estoy ansiosa, porque hago todo lo posible para que las horas pasen. Escribir es prolongar el tiempo, dividirlo en partículas de segundos, dando a cada una de ellas una vida insustituible.
Escribir es usar la palabra como carnada, para pescar lo que no es palabra. Cuando esa no-palabra, la entrelínea, muerde la carnada, algo se escribió. Una vez que se pescó la entrelínea, con alivio se puede echar afuera la palabra.

(...)

Escribo porque no tengo nada que hacer en el mundo: estoy de sobra y no hay lugar para mí en la tierra de los hombres. Escribo por mi desesperación y mi cansancio, ya no soporto la rutina de ser yo, y si no existiera la novedad continua que es escribir, me moriría simbólicamente todos los días.


"Decálogo del escritor"
(Augusto Monterroso)


Primero.
Cuando tengas algo que decir, dilo; cuando no, también. Escribe siempre.


Segundo.
No escribas nunca para tus contemporáneos, ni mucho menos, como hacen tantos, para tus antepasados. Hazlo para la posteridad, en la cual sin duda serás famoso, pues es bien sabido que la posteridad siempre hace justicia.

Tercero.
En ninguna circunstancia olvides el célebre díctum: “En literatura no hay nada escrito”.

Cuarto.
Lo que puedas decir con cien palabras dilo con cien palabras; lo que con una, con una. No emplees nunca el término medio; así, jamás escribas nada con cincuenta palabras.

Quinto.
Aunque no lo parezca, escribir es un arte; ser escritor es ser un artista, como el artista del trapecio, o el luchador por antonomasia, que es el que lucha con el lenguaje; para esta lucha ejercítate de día y de noche.

Sexto.
Aprovecha todas las desventajas, como el insomnio, la prisión, o la pobreza; el primero hizo a Baudelaire, la segunda a Pellico y la tercera a todos tus amigos escritores; evita pues, dormir como Homero, la vida tranquila de un Byron, o ganar tanto como Bloy.




Séptimo.
No persigas el éxito. El éxito acabó con Cervantes, tan buen novelista hasta el Quijote. Aunque el éxito es siempre inevitable, procúrate un buen fracaso de vez en cuando para que tus amigos se entristezcan.

Octavo.
Fórmate un público inteligente, que se consigue más entre los ricos y los poderosos. De esta manera no te faltarán ni la comprensión ni el estímulo, que emana de estas dos únicas fuentes.

Noveno.
Cree en ti, pero no tanto; duda de ti, pero no tanto. Cuando sientas duda, cree; cuando creas, duda. En esto estriba la única verdadera sabiduría que puede acompañar a un escritor.

Décimo.
Trata de decir las cosas de manera que el lector sienta siempre que en el fondo es tanto o más inteligente que tú. De vez en cuando procura que efectivamente lo sea; pero para lograr eso tendrás que ser más inteligente que él.


Undécimo.
No olvides los sentimientos de los lectores. Por lo general es lo mejor que tienen; no como tú, que careces de ellos, pues de otro modo no intentarías meterte en este oficio.


Duodécimo.
Otra vez el lector. Entre mejor escribas más lectores tendrás; mientras les des obras cada vez más refinadas, un número cada vez mayor apetecerá tus creaciones; si escribes cosas para el montón nunca serás popular y nadie tratará de tocarte el saco en la calle, ni te señalará con el dedo en el supermercado.


El autor da la opción al escritor de descartar dos de estos enunciados, y quedarse con los restantes diez.


"16 consejos"
(Jorge Luis Borges)




En literatura es preciso evitar:

1. Las interpretaciones demasiado inconformistas de obras o de personajes famosos. Por ejemplo, describir la misoginia de Don Juan, etc.

2. Las parejas de personajes groseramente disímiles o contradictorios, como por ejemplo Don Quijote y Sancho Panza, Sherlock Holmes y Watson.

3. La costumbre de caracterizar a los personajes por sus manías, como hace, por ejemplo, Dickens.

4. En el desarrollo de la trama, el recurso a juegos extravagantes con el tiempo o con el espacio, como hacen Faulkner, Borges y Bioy Casares.

5. En las poesías, situaciones o personajes con los que pueda identificarse el lector.

6. Los personajes susceptibles de convertirse en mitos.

7. Las frases, las escenas intencionadamente ligadas a determinado lugar o a determinada época; o sea, el ambiente local.

8. La enumeración caótica.

9. Las metáforas en general, y en particular las metáforas visuales. Más concretamente aún, las metáforas agrícolas, navales o bancarias. Ejemplo absolutamente desaconsejable: Proust.

10. El antropomorfismo.

11. La confección de novelas cuya trama argumental recuerde la de otro libro. Por ejemplo, el Ulyses de Joyce y la Odisea de Homero.

12. Escribir libros que parezcan menús, álbumes, itinerarios o conciertos.

13. Todo aquello que pueda ser ilustrado. Todo lo que pueda sugerir la idea de ser convertido en una película.

14. En los ensayos críticos, toda referencia histórica o biográfica. Evitar siempre las alusiones a la personalidad o a la vida privada de los autores estudiados. Sobre todo, evitar el psicoanálisis.

15. Las escenas domésticas en las novelas policíacas; las escenas dramáticas en los diálogos filosóficos.

Y, en fin:

16. Evitar la vanidad, la modestia, la pederastia, la ausencia de pederastia, el suicidio.


"Escribir un cuento"
(Raymond Carver)




Allá por la mitad de los sesenta empecé a notar los muchos problemas de concentración que me asaltaban ante las obras narrativas voluminosas. Durante un tiempo experimenté idéntica dificultad para leer tales obras como para escribirlas. Mi atención se despistaba; y decidí que no me hallaba en disposición de acometer la redacción de una novela. De todas formas, se trata de una historia angustiosa y hablar de ello puede resultar muy tedioso. Aunque no sea menos cierto que tuvo mucho que ver, todo esto, con mi dedicación a la poesía y a la narración corta. Verlo y soltarlo, sin pena alguna. Avanzar. Por ello perdí toda ambición, toda gran ambición, cuando andaba por los veintitantos años. Y creo que fue buena cosa que así me ocurriera. La ambición, y la buena suerte son algo magnífico para un escritor que desea hacerse como tal. Porque una ambición desmedida, acompañada del infortunio, puede matarlo. Hay que tener talento.

Son muchos los escritores que poseen un buen montón de talento; no conozco a escritor alguno que no lo tenga. Pero la única manera posible de contemplar las cosas, la única contemplación exacta, la única forma de expresar aquello que se ha visto, requiere algo más. El mundo según Garp es, por supuesto, el resultado de una visión maravillosa en consonancia con John Irving. También hay un mundo en consonancia con Flannery O’Connor, y otro con William Faulkner, y otro con Ernest Hemingway. Hay mundos en consonancia con Cheever, Updike, Singer, Stanley Elkin, Ann Beattie, Cynthia Ozick, Donald Barthelme, Mary Robinson, William Kitredge, Barry Hannah, Ursula K. LeGuin… Cualquier gran escritor, o simplemente buen escritor, elabora un mundo en consonancia con su propia especificidad.

Tal cosa es consustancial al estilo propio, aunque no se trate, únicamente, del estilo. Se trata, en suma, de la firma inimitable que pone en todas sus cosas el escritor. Este es su mundo y no otro. Esto es lo que diferencia a un escritor de otro. No se trata de talento. Hay mucho talento a nuestro alrededor. Pero un escritor que posea esa forma especial de contemplar las cosas, y que sepa dar una expresión artística a sus contemplaciones, tarda en encontrarse.

Decía Isak Dinesen que ella escribía un poco todos los días, sin esperanza y sin desesperación. Algún día escribiré ese lema en una ficha de tres por cinco, que pegaré en la pared, detrás de mi escritorio… Entonces tendré al menos es ficha escrita. “El esmero es la UNICA convicción moral del escritor”. Lo dijo Ezra Pound. No lo es todo aunque signifique cualquier cosa; pero si para el escritor tiene importancia esa “única convicción moral”, deberá rastrearla sin desmayo.

Tengo clavada en mi pared una ficha de tres por cinco, en la que escribí un lema tomado de un relato de Chejov:… Y súbitamente todo empezó a aclarársele. Sentí que esas palabras contenían la maravilla de lo posible. Amo su claridad, su sencillez; amo la muy alta revelación que hay en ellas. Palabras que también tienen su misterio. Porque, ¿qué era lo que antes permanecía en la oscuridad? ¿Qué es lo que comienza a aclararse? ¿Qué está pasando? Bien podría ser la consecuencia de un súbito despertar,. Siento una gran sensación de alivio por haberme anticipado a ello.

Una vez escuché al escritor Geoffrey Wolff decir a un grupo de estudiantes: No a los juegos triviales. También eso pasó a una ficha de tres por cinco. Solo que con una leve corrección: No jugar. Odio los juegos. Al primer signo de juego o de truco en una narración, sea trivial o elaborado, cierro el libro. Los juegos literarios se han convertido últimamente en una pesada carga, que yo, sin embargo, puedo estibar fácilmente sólo con no prestarles la atención que reclaman. Pero también una escritura minuciosa, puntillosa, o plúmbea, pueden echarme a dormir. El escritor no necesita de juegos ni de trucos para hacer sentir cosas a sus lectores. Aún a riesgo de parecer trivial, el escritor debe evitar el bostezo, el espanto de sus lectores.

Hace unos meses, en el New York Times Books Review John Barth decía que, hace diez años, la gran mayoría de los estudiantes que participaban en sus seminarios de literatura estaban altamente interesados en la “innovación formal”, y eso, hasta no hace mucho, era objeto de atención. Se lamentaba Barth, en su artículo, porque en los ochenta han sido muchos los escritores entregados a la creación de novelas ligeras y hasta “pop”. Argüía que el experimentalismo debe hacerse siempre en los márgenes, en paralelo con las concepciones más libres. Por mi parte, debo confesar que me ataca un poco los nervios oír hablar de “innovaciones formales” en la narración. Muy a menudo, la “experimentación” no es más que un pretexto para la falta de imaginación, para la vacuidad absoluta.
Muy a menudo no es más que una licencia que se toma el autor para alienar —y maltratar, incluso— a sus lectores. Esa escritura, con harta frecuencia, nos despoja de cualquier noticia acerca del mundo; se limita a describir una desierta tierra de nadie, en la que pululan lagartos sobre algunas dunas, pero en la que no hay gente; una tierra sin habitar por algún ser humano reconocible; un lugar que quizá solo resulte interesante par un puñado de especializadísimos científicos.

Sí puede haber, no obstante, una experimentación literaria original que llene de regocijo a los lectores. Pero esa manera de ver las cosas —Barthelme, por ejemplo— no puede ser imitada luego por otro escritor. Eso no sería trabajar. Sólo hay un Barthelme, y un escritor cualquiera que tratase de apropiarse de su peculiar sensibilidad, de su mise en scene, bajo el pretexto de la innovación, no llegará sino al caos, a la dispersión y, lo que es peor, a la decepción de sí mismo. La experimentación de veras será algo nuevo, como pedía Pound, y deberá dar con sus propios hallazgos. Aunque si el escritor se desprende de su sensibilidad no hará otra cosa que transmitirnos noticias de su mundo.

Tanto en la poesía como en la narración breve, es posible hablar de lugares comunes y de cosas usadas comúnmente con un lenguaje claro, y dotar a esos objetos —una silla, la cortina de una ventana, un tenedor, una piedra, un pendiente de mujer— con los atributos de lo inmenso, con un poder renovado.

Es posible escribir un diálogo aparentemente inocuo que, sin embargo, provoque un escalofrío en la espina dorsal del lector, como bien lo demuestran las delicias debidas a Navokov. Esa es de entre los escritores, la clase que más me interesa. Odio, por el contrario, la escritura sucia o coyuntural que se disfraza con los hábitos de la experimentación o con la supuesta zafiedad que se atribuye a un supuesto realismo. En el maravilloso cuento de Isaak Babel, Guy de Maupassant, el narrador dice acerca de la escritura: Ningún hierro puede despedazar tan fuertemente el corazón como un punto puesto en el lugar que le corresponde. Eso también merece figurar en una ficha de tres por cinco.

En una ocasión decía Evan Connell que supo de la conclusión de uno de sus cuentos cuando se descubrió quitando las comas mientras leía lo escrito, y volviéndolas a poner después, en una nueva lectura, allá donde antes estuvieran. Me gusta ese procedimiento de trabajo, me merece un gran respeto tanto cuidado. Porque eso es lo que hacemos, a fin de cuentas. Hacemos palabra y deben ser palabras escogidas, puntuadas en donde corresponda, para que puedan significar lo que en verdad pretenden. Si las palabras están en fuerte maridaje con las emociones del escritor, o si son imprecisas e inútiles para la expresión de cualquier razonamiento —si las palabras resultan oscuras, enrevesadas— los ojos del lector deberán volver sobre ellas y nada habremos ganado. El propio sentido de lo artístico que tenga el autor no debe ser comprometido por nosotros. Henry James llamó “especificación endeble” a este tipo de desafortunada escritura.

Tengo amigos que me cuentan que debe acelerar la conclusión de uno de sus libros porque necesitan el dinero o porque sus editores, o sus esposas, les apremian a ello. “Lo haría mejor si tuviera más tiempo”, dicen. No sé qué decir cuando un amigo novelista me suelta algo parecido. Ese no es mi problema. Pero si el escritor no elabora su obra de acuerdo con sus posibilidades y deseos, ¿por qué ocurre tal cosa? Pues en definitiva sólo podemos llevarnos a la tumba la satisfacción de haber hecho lo mejor, de haber elaborado una obra que nos deje contentos. Me gustaría decir a mis amigos escritores cuál es la mejor manera de llegar a la cumbre. No debería ser tan difícil, y debe ser tanto o más honesto que encontrar un lugar querido para vivir. Un punto desde el que desarrollar tus habilidades, tus talentos, sin justificaciones ni excusas. Sin lamentaciones, sin necesidad de explicarse.

En un ensayo titulado "Escribir cuentos", Flannery O’Connor habla de la escritura como de un acto de descubrimiento. Dice O’Connor que ella, muy a menudo, no sabe a dónde va cuando se sienta a escribir una historia, un cuento… Dice que se ve asaltada por la duda de que los escritores sepan realmente a dónde van cuando inician la redacción de un texto. Habla ella de la “piadosa gente del pueblo”, para poner un ejemplo de cómo jamás sabe cuál será la conclusión de un cuento hasta que está próxima al final:

Cuando comencé a escribir el cuento no sabía que Ph.D. acabaría con una pierna de madera. Una buena mañana me descubrí a mí misma haciendo la descripción de dos mujeres de las que sabía algo, y cuando acabé vi que le había dado a una de ellas una hija con una pierna de madera. Recordé al marino bíblico, pero no sabía qué hacer con él. No sabía que robaba una pierna de madera diez o doce líneas antes de que lo hiciera, pero en cuanto me topé con eso supe que era lo que tenía que pasar, que era inevitable.

Cuando leí esto hace unos cuantos años, me chocó el que alguien pudiera escribir de esa manera. Me pereció descorazonador, acaso un secreto, y creí que jamás sería capaz de hacer algo semejante. Aunque algo me decía que aquel era el camino ineludible para llegar al cuento. Me recuerdo leyendo una y otra vez el ejemplo de O’Connor.

Al fin tomé asiento y me puse a escribir una historia muy bonita, de la que su primera frase me dio la pauta a seguir. Durante días y más días, sin embargo, pensé mucho en esa frase: Él pasaba la aspiradora cuando sonó el teléfono. Sabía que la historia se encontraba allí, que de esas palabras brotaba su esencia. Sentí hasta los huesos que a partir de ese comienzo podría crecer, hacerse el cuento, si le dedicaba el tiempo necesario. Y encontré ese tiempo un buen día, a razón de doce o quince horas de trabajo. Después de la primera frase, de esa primera frase escrita una buena mañana, brotaron otras frases complementarias para complementarla.

Puedo decir que escribí el relato como si escribiera un poema: una línea; y otra debajo; y otra más. Maravillosamente pronto vi la historia y supe que era mía, la única por la que había esperado ponerme a escribir.

Me gusta hacerlo así cuando siento que una nueva historia me amenaza. Y siento que de esa propia amenaza puede surgir el texto. En ella se contiene la tensión, el sentimiento de que algo va a ocurrir, la certeza de que las cosas están como dormidas y prestas a despertar; e incluso la sensación de que no puede surgir de ello una historia. Pues esa tensión es parte fundamental de la historia, en tanto que las palabras convenientemente unidas pueden irla desvelando, cobrando forma en el cuento. Y también son importantes las cosas que dejamos fuera, pues aún desechándolas siguen implícitas en la narración, en ese espacio bruñido (y a veces fragmentario e inestable) que es sustrato de todas las cosas.

La definición que da V.S. Pritcher del cuento como “algo vislumbrado con el rabillo del ojo”, otorga a la mirada furtiva categoría de integrante del cuento. Primero es la mirada. Luego esa mirada ilumina un instante susceptible de ser narrado. Y de ahí se derivan las consecuencias y significados. Por ello deberá el cuentista sopesar detenidamente cada una de sus miradas y valores en su propio poder descriptivo. Así podrá aplicar su inteligencia, y su lenguaje literario (su talento), al propio sentido de la proporción, de la medida de las cosas: cómo son y cómo las ve el escritor; de qué manera diferente a las de los más las contempla. Ello precisa de un lenguaje claro y concreto; de un lenguaje para la descripción viva y en detalle que arroje la luz más necesaria al cuento que ofrecemos al lector. Esos detalles requieren, para concretarse y alcanzar un significado, un lenguaje preciso, el más preciso que pueda hallarse. Las palabras serán todo lo precisas que necesite un tono más llano, pues así podrán contener algo. Lo cual significa que, usadas correctamente, pueden hacer sonar todas las notas, manifestar todos los registros.

"Consejos sobre el arte de escribir cuentos"
(Roberto Bolaño)


Como ya tengo 44 años, voy a dar algunos consejos sobre el arte de escribir cuentos.



1. Nunca abordes los cuentos de uno en uno. Honestamente, uno puede estar escribiendo el mismo cuento hasta el día de su muerte.


2. Lo mejor es escribir los cuentos de tres en tres, o de cinco en cinco.
Si te ves con energía suficiente, escríbelos de nueve en nueve o de quince en quince.


3. Cuidado: la tentación de escribirlos de dos en dos es tan peligrosa como dedicarse a escribirlos de uno en uno, pero lleva en su interior el mismo juego sucio y pegajoso de los espejos amantes.

4. Hay que leer a Quiroga, hay que leer a Felisberto Hernández y hay que leer a Borges. Hay que leer a Rulfo, a Monterroso, a García Márquez. Un cuentista que tenga un poco de aprecio por su obra no leerá jamás a Cela ni a Umbral. Sí que leerá a Cortázar y a Bioy Casares, pero en modo alguno a Cela y a Umbral.

5. Lo repito una vez más por si no ha quedado claro: a Cela y a Umbral, ni en pintura.

6. Un cuentista debe ser valiente. Es triste reconocerlo, pero es así.

7. Los cuentistas suelen jactarse de haber leído a Petrus Borel. De hecho, es notorio que muchos cuentistas intentan imitar a Petrus Borel.
Gran error: ¡Deberían imitar a Petrus Borel en el vestir! ¡Pero la verdad es que de Petrus Borel apenas saben nada! ¡Ni de Gautier, ni de Nerval!

8. Bueno: lleguemos a un acuerdo. Lean a Petrus Borel, vístanse como Petrus Borel, pero lean también a Jules Renard y a Marcel Schwob, sobre todo lean a Marcel Schwob y de éste pasen a Alfonso Reyes y de ahí a Borges.

9. La verdad es que con Edgar Allan Poe todos tendríamos de sobra.

10. Piensen en el punto número nueve. Uno debe pensar en el nueve. De ser posible: de rodillas.

11. Libros y autores altamente recomendables: De lo sublime, del Seudo Longino; los sonetos del desdichado y valiente Philip Sidney, cuya biografía escribió Lord Brooke; La antología de Spoon River, de Edgar Lee Masters; Suicidios ejemplares, de Enrique Vila-Matas.

12. Lean estos libros y lean también a Chéjov y a Raymond Carver, uno de los dos es el mejor cuentista que ha dado este siglo.

Más consejos sobre el arte de narrar por Aristóteles, Poe, Tolstoi, Faulkner, Calvino, Baudelaire, Woolf, Camus, Cortázar, Kafka, y otros consagrados en este enlace:

http://www.ciudadseva.com/textos/teoria/maestros.htm

viernes, 28 de enero de 2011

"PRÓLOGO A LOS LANZALLAMAS" por Roberto Arlt seguido de "SEMBLANZA DE UN GENIO RIOPLATENSE" por Juan Carlos Onetti

Onetti y Arlt son dos grandes monstruos literarios, además de estar entre lo mejor de la literatura del Río de la Plata.

Existen afinidades entre las escrituras de ambos.

En palabras de Juan Villoro:

"Para Piglia, el estilo de Arlt es “criminal” en el sentido de que ocurre contra la norma: no hay nada tan fácil como corregirlo ni tan difícil como imitarlo. Si Arlt busca un contralenguaje, hecho con las esquirlas de una explosión, Onetti construye un lenguaje único, un fuego obediente.

Arlt es un goloso visual, amante de la geometría, las sombras triangulares, las combinaciones de colores estridentes. Prefiere ver de lejos y con trazos de pulido plumón industrial, al modo de un artista pop. Onetti mira de cerca y de manera borrosa; si encuentra un objeto, está roto (“el cenicero con un pájaro de pico quebrado”). El sol no es para él un reflector escénico sino una caricia sensual que disipa una sombra. Los escenarios de Arlt existen para saltar una barda de modo acrobático o instalar un laboratorio en un garaje. Los de Onetti son espacios íntimos para preocuparse de cara a un papel tapiz desgarrado.

También la estética del fracaso los une y aparta. Ambos llevan a sus personajes a disyuntivas sin recompensa y los convencen de que decidir su ruina es una forma de evitar que alguien la decida por ellos. Sin embargo, Arlt tiene un sesgo fantasioso y anárquico que hace que sus personajes confíen en un prodigio de última hora, un designio astrológico, una rebelión posible, un pase de magia. La resignación de Onetti es más honda. Sería imposible que uno de sus personajes fuera un inventor o un criminal declarado, del mismo modo en que es raro que uno de Arlt no lo sea."

Comparto dos textos claves: el prologo a "Los Lanzallamas" por Roberto Arlt y a continuación la "Semblanza de un genio rioplatense" por Juan Carlos Onetti.



Prólogo a "Los lanzallamas" (1931)- Roberto Arlt

"Con Los lanzallamas finaliza la novela de Los siete locos.
Estoy contento de haber tenido la voluntad de trabajar, en condiciones bastante desfavorables, para dar fin a una obra que exigía soledad y recogimiento. Escribí siempre en redacciones estrepitosas, acosado por la obligación de la columna cotidiana.

Digo esto para estimular a los principiantes en la vocación, a quienes siempre les interesa el procedimiento técnico del novelista. Cuando se tiene algo que decir, se escribe en cualquier parte. Sobre una bobina de papel o en un cuarto infernal. Dios o el Diablo están junto a uno dictándole inefables palabras.

Orgullosamente afirmo que escribir, para mí, constituye un lujo. No dispongo, como otros escritores, de rentas, tiempo o sedantes empleos nacionales. Ganarse la vida escribiendo es penoso y rudo. Máxime si cuando se trabaja se piensa que existe gente a quien la preocupación de buscarse distracciones les produce surmenage.

Pasando a otra cosa: se dice de mí que escribo mal. Es posible. De cualquier manera, no tendría dificultad en citar a numerosa gente que escribe bien y a quienes únicamente leen correctos miembros de su familia.

Para hacer estilo son necesarias comodidades, rentas, vida holgada. Pero por lo general, la gente que disfruta de tales beneficios se evita siempre la molestia de la literatura. O la encara como un excelente procedimiento para singularizarse en los salones de sociedad.

Me atrae ardientemente la belleza. ¡Cuántas veces he deseado trabajar una novela, que como las de Flaubert, se compusiera de panorámicos lienzos…! Mas hoy, entre los ruidos de un edificio social que se desmorona inevitablemente, no es posible pensar en bordados. El estilo requiere tiempo, y si yo escuchara los consejos de mis camaradas, me ocurriría lo que les sucede a algunos de ellos: escribiría un libro cada diez años, para tomarme después unas vacaciones de diez años por haber tardado diez años en escribir cien razonables páginas discretas.

Variando, otras personas se escandalizan de la brutalidad con que expreso ciertas situaciones perfectamente naturales a las relaciones entre ambos sexos. Después, estas mismas columnas de la sociedad me han hablado de James Joyce, poniendo los ojos en blanco. Ello provenía del deleite espiritual que les ocasionaba cierto personaje de Ulises, un señor que se desayuna más o menos aromáticamente aspirando con la nariz, en un inodoro, el hedor de los excrementos que ha defecado un minuto antes.

Pero James Joyce es inglés. James Joyce no ha sido traducido al castellano, y es de buen gusto llenarse la boca hablando de él. El día que James Joyce esté al alcance de todos los bolsillos, las columnas de la sociedad se inventarán un nuevo ídolo a quien no leerán sino media docena de iniciados.

En realidad, uno no sabe qué pensar de la gente. Si son idiotas en serio, o si se toman a pecho la burda comedia que representan en todas las horas de sus días y sus noches.


De cualquier manera, como primera providencia he resuelto no enviar ninguna obra mía a la sección de crítica literaria de los periódicos. ¿Con qué objeto? Para que un señor enfático entre el estorbo de dos llamadas telefónicas escriba para satisfacción de las personas honorables:

"El señor Roberto Arlt persiste aferrado a un realismo de pésimo gusto, etc., etc."
No, no y no.

Han pasado esos tiempos. El futuro es nuestro, por prepotencia de trabajo. Crearemos nuestra literatura, no conversando continuamente de literatura, sino escribiendo en orgullosa soledad libros que encierran la violencia de un "cross" a la mandíbula. Sí, un libro tras otro, y "que los eunucos bufen".

El porvenir es triunfalmente nuestro.

Nos lo hemos ganado con sudor de tinta y rechinar de dientes, frente a la "Underwood", que golpeamos con manos fatigadas, hora tras hora, hora tras hora. A veces se le caía a uno la cabeza de fatiga, pero…. Mientras escribo estas líneas pienso en mi próxima novela. Se titulará El Amor brujo y aparecerá en agosto del año 1932.
Y que el futuro diga."



Semblanza de un genio rioplatense - Por Juan Carlos Onetti

"Quiero aclarar desde el principio que estas páginas se escriben, misteriosamente, porque el editor y el autor estuvieron de acuerdo respecto a su tono. Yo no podría prologar esta novela de ArIt haciendo juicios literarios, sino sociológicos; tampoco podría caer en sentimentalismos fáciles sobre, por ejemplo, el gran escritor prematuramente desaparecido. No podría hacerlo por gustos e incapacidades personales; pero, sobre todo, imagino y sé la gran carcajada que le provocaria a Roberto ArIt cualquier cosa de ese tipo. Oigo su risa desfachatada, repetida en los últimos años por culpa de exégetas y neodescubridores.

Por ese motivo no releí a Roberto ArIt, auncio que esta precaución es excesiva porque lo conozco de memoria, tantos persistentes años pasados. Tampoco quise mirar lo que se publicó sobre él y tengo en mi biblioteca. Supuse más adecuado un encuentro cara a cara, sin mentir ni tolerarle trampas. Creo que es una forma indudable de la amistad, si es que Roberto Arlt tuvo jamás un amigo. Estaba en otra cosa. En consecuencia, quiero pedir perdón por fechas equivocas, por anécdotas ignoradas, tal vez ya contadas.

En aquel tiempo, allá por el 34, yo padecía en Montevideo una soltería o viudez en parte involuntaria. Había vuelto de mi primera excursión a Buenos Aires fracasado y pobre. Pero esto no importaba en exceso porque yo tenía veinticinco años, era austero y casto por pacto de amor, y sobre todo, porque estaba escribiendo una novela “genial” que bauticé Tiempo de abrazar y que nunca llegó a publicarse, tal vez por mala, acaso, simplemente, porque la perdi en alguna mudanza.

Ademas de la novela yo tenía otras cosas, propias de la edad, entre ellas un amigo, Italo Constantini, que vivía en Buenos Aires y jugaba por entonces al Stavroguin.

Entre el 30 y 34 yo había leído, en Buenos Aíres, las novelas de Arlt —El juguete rabioso, Los siete locos, Los lanzallamas, algunos de sus cuentos—, pero lo que daba al escritor una popularidad incomparable eran sus crónicas. “Aguafuertes porteñas”, que publicaba semanalmente en el diario El Mundo.

Los aguafuertes aparecían, al principio, todos los martes y su éxito fue excesivo para los intereses del diario El director, Muzzio Sáenz Peña, comprobó muy pronto que El Mundo, los martes, casi duplicaba la venta de los demás días. Entonces resolvió despistar a los lectores y publicar los “Aguafuertes” cualquier día de la semana. En busca de Arlt no hubo más remedio que comprar El Mundo todos los días, del mismo modo que se persiste en apostar al mismo número de lotería con la esperanza de acertar.

El triunfo periodistico de los “Aguafuertes” es fácil de explicar El hombre común, el pequeño y pequeñísimo burgués de las calles de Buenos Aires, el oficinista, el dueño de un negocio raído, el enorme porcentaje de amargos y descreídos podían leer sus propios pensamientos y tristezas, sus ilusiones pálidas, adivinadas y dichas en su lenguaje de todos los días. Además, el cinismo que ellos sentían sin atreverse a confesión: y, más allá, intuían nebulosamente el talento de quien les estaba contando sus propias vidas, con una sonrisa burlona pero que podía creerse cómplice.

Hablando de cinismo el mencionado Muzzio Sáenz Peña —a quien Arlt entregaba normalmente sus manuscritos para que corrigiera los errores ortográficos— se alarmó porque el escritor habla estado publicando crónicas en revistas de izquierda. Esta inquietud o capricho de ArIt preocupaba a la Administración del diario, temerosa de perder avisos de Ford, Shell, etcétera, encaprichada en conservarlos.

Muzzio llamó a ArIt y le dijo, no era pregunta:
—¿Te imaginás en qué lío me estás metiendo?
—¿Por eso? No te preocupés que te lo arreglo mañana

(Jorge Luis Borges, el más imporante de los escritores argentinos de la época, dijo en una entrevista reciente que Roberto Arlt pronunciaba el español con un fuerte acento germano o prusiano heredado del padre. Es cierto que el padre era austriaco y un redomado hijo de perra: pero yo creo que la prosodia aritiana era la sublimación del hablar porteño: escatimaba las eses finales y las multiplicaba en mitad de las palabras como un tributo al espiritu de equilibrio que él nunca tuvo.)

Y al día siguiente, después de corregir Muzzio los errores gramaticales, las “Aguafuertes” dileron algo parecido a esto: “Me acerqué a los problemas obreros por curiosidad Lo único que me importaba era conseguir mas material literario y más lectores”.

La anécdota no debe escandalizar a deudos, amigos ni admiradores. El problema ArIt persona en este aspecto es fácil de comprender. Arlt era un artista (me escucha y se burla) y nada había para él más importante que su obra. Como debe ser.

Ahora volvemos a Italo Constantini, a Tiempo de abrazar y a otra temporada en Buenos Aires. Harto de castidad, nostalgia y planes para asesinar a un dictador, busqué refugio por tres dias de Semana Santa en casa de Italo (Kostia); me quedé tres años.

Kostia es una de las personas que he conocido personalmen¬te, hasta el límite de intimidad que él imponía, más inteligentes y sensibles en cuestión literaria. Desgraciadamente para él leyo mi novelón en dos días y al tercero me dijo desde la cama -reiterados gramos de ceniza de Player’s Mediurn en la solapa.

-Esa novela es buena. Hay que publicarla. Mañana vamos a ver a ArIt.

Entonces supe que Kostia era viejo amigo de ArIt. que había crecido con él en Flores, un barrio bonaerense, que probablemente haya participado en las aventuras primeras de El juguete rabioso.

¿Pero quién y cómo era Arlt? Lo imaginé como un compadrito porteño, definición que no puede ser traducida, que llevaría horas para ser explicada y tal vez sin acierto posible.

Por ahora, en la víspera de una entrevista que me parecía inverosímil, supe que Kostia, por lo menos, conocía a muchos proagonistas de Los siete locos y Los lanzallarnas. Claro que Erdosain continuaba invisble, impalpable, porque era el fantasma hecho personaje del mismo Arlt.

Siempre en la víspera, intentaba sondear mi futuro inmediato:

—Pero lo que yo escribo no tiene nada que ver con lo que hace Arlt. ¿Y si no le gusta? ¿Con qué derecho ,vas a imponerle que lea el libro?
—Claro que no tiene nada que ver -sonreía Kostia con dulzura. ArIt es un gran novelista. Pero odia lo que podemos llamar literatura entre comillas, Y tu librito, por lo menos, está limpio de eso. No te preocupes -vasos de vino y la solapa aceptando pacientes la misión de cenicero-; lo mas probable es que te mande a la mierda.

La entrevista en El Mundo resultó tan inolvidable como desconcertante. Arlt tenía el privilegio, tan raro en una redaccion, de ocupar una oficina sin compartirla con nadie. Por lo menos en aquel momento, las cuatro de la tarde. Saludo a Kostia:

—Que hacés, malandra.

Y después de las presentaciones Kostia se dedico a divertirse en silencio y aparte El original de la novela quedó encima del escritorio. Roberto ArIt se adhirió a la quietud de su amigo, apenas movió la cabeza para desechar mi paquete de cigarnillos. Tendría entonces unos treinta y cinco anos de edad, una cabeza bien hecha, pálida y saludable, un mechón de pelo negro duro sobre la frente, una expresión desafiante que no era deliberada. que le habia sido impuesta por la infancia, y que nunca lo abandonaría.

Me estuvo mirando, quieto, hasta colocarme en alguno de sus caprichosos casilleros personales. Comprendi que resultaría inútil, molesto, posiblemente ofensivo hablar de admiraciones y respetos a un hombre como aquél, un hombre impredecible que “siempre estaría en otra cosa”.

Por fin dijo:

—Assi que usted esscribió una novela y Kostia dice que está bien y yo tengo que conseguirle un imprentero.

(En aquel tiempo Buenos Aires no tenia, prácticamente, editoriales. Por desgracia. Hoy, tiene demasiadas, también por desgracia.)

Arlt abrió el manuscrito con pereza y leyo fragmentos de páginas, salteando cinco, salteando diez De esta manera la lectura fue muy rápida. Yo pensaba: demoré casi un año en escribirla Sólo sentí asombro, la sensacion absurda de que la escena hubiera sido planeada.

Finalmente ArIt dejó el manuscrito y se volvió al amigo que fumaba indolente sentado lejos y a su izquierda, casi ajeno.

—Dessime vos, Kostia -preguntó-, ¿yo publiqué una novela este año?
—Ninguna. Anunciaste Pero no pasó nada
—Es por las “Aguafuertes”, que me tienen loco Todos los días se me aparece alguno con un tema que me jura que es genial. Y todos son amigos del diario y ninguno sabe que los temas de las ‘Aguafuertes” me andan buscando por la calle, o la pensión o donde menos se imaginan. Entonces, si estás seguro que no publiqué ningún libro este año, lo que acabo de leer es la mejor novela que se escribió en Buenos Aires este año, Tenemos que publicarla.

La amnesia fue fingida tan groseramente que mi unica preocupación era desaparecer.

—Te avisé -dijo Kostia.
—Sos como yo, no te equivocás nunca con los libros. Por eso no te muestro los originales, porque no quiero andar dudando.
Suspiró, puso la mano abierta encima del manuscrito y se acordó de mi.
—Claro, usted piensa que lo estoy cachando y tiene ganas de putearme. Pero no es asi. Vea: cuando me alcanza el dinero para comprar libros, me voy a cualquier librería de la calle Corrientes. Y no necesito hacer más que esto, hojear, para estar seguro de si una novela es buena o no La suya es buena y ahora vamos a tomar algo para festejar y divertirnos, hablando de los colegas.

Arlt entró al café Rivadavia y Río de Janeiro, haciendo cruz con el edificio de El Mundo. Era un hombre alto y por aquellos días jugaba a la gimnasia y la salud.

Acaso fuera aquél el mismo cafetín donde la mujer de Erdosain espiara el perfil inmóvil y melancólico de su marido, a través de los vidrios mugrientos, hundido en el humo del tabaco y la máquina del café.

Hablamos de muchas cosas y aquella tarde, hablaba él.Desfilaron casi todos los escritores argentinos contemporáneos y Arlt los citaba con precisión y carcajadas que resonaban extrañas en aquel café de barrio, en aquella hora apacible de la tarde.

—Pero mirá, un tipo que es capaz de escribir en serio una frase como ésta: Y venian la frase y la risa. Pero las burlas de ArIt no tenían relación con las previsibles y rituales de las peñas o capillas literarias. Se reía francamente, porque le parecía absurdo que en los años treinta alguien pudiera escribir o seguir escribiendo con temas y estilos que fueron potables a principios del siglo. No atacaba a nadie por envidia: estaba seguro de ser superior y distinto, de moverse en otro plano.

Evocándolo, puedo imaginar su risa frente al pasajero trucho del boom, frente a los que siguen pagando, con esfuerzo visible, el viaje inútil y grotesco hacia un todo que siempre termina en nada. Arlt, que solo era genial cuando contaba de personas, situaciones y de la conciencia del paraíso inalcanzable.

Un recuerdo que viene al caso, para confundir o aclarar. Alguna vez nos dijo y lo publicó. Cuando aparece por la redaccion (del diario en que trabajaba), un tipo con su manuscrito o me piden que lea un libro de un desconocido que tiene talento, nunca procedo como mis colegas. Estos se asustan y le ponen mil trabas -muy corteses, muy respetuosos y bien educados- al recién venido Yo uso otro procedimiento Yo me dedico a conse¬guirle al nuevo genio toda clase de facilidades para que publique. Nunca falla: un año o dos y el tipo no tiene ya más nada que decir. Enmudece y regresa a las cosas que fueron su vida antes de la aventura literaria.’

Como el prólogo amenaza ser más largo que el libro cuento dos “aguafuertearitianas”:

1) Una mañana sus compañeros de trabajo lo encontraron en a redacción (era otro diario, Crítica, donde Arlt estaba encargado de la sección “Policiaies”) con los pies sin zapatos sobre !a mesa, llorando, los calcetines rotos Tenía enfrente un vaso con una rosa mustia. A las preguntas, a las angustias, contestó: "¿Pero no ven la flor? ¿No se dan cuenta que se esta muriendo?"

Otra mañana estaba calzado pero semimuerto, el mechón de pelo en la cara, negándose a conversar. Acababa de ver el cuerpo de una muchacha, sirvienta, que se habia tirado a la calle desde un quinto o séptimo piso. Fue mudo y grosero durante varios días. Después escribía su primera y mejor obra de teatro Trescientos millones o cifra parecida, basado en la supuesta historia de la muchacha muerta.

2) En aquel tiempo, como ahora, yo vivia apartado de esa consecuente masturbacion que se llama vida literaria. Escribía y escribo y lo demás no importa. Una noche, por casualidad pura me mezclé con Arlt y otros conocidos en un cafetín. El monstruo, antónimo de sagrado, recuerdo, no tomaba alcohol.



Tarde, cuatro o cinco de nosotros aceptamos tomar un taxi para ir a comer. Entre nosotros iba un escritor, también dramaturgo, al que conviene bautizar Pérez Encina. En el viaje se habló, claro, de literatura. Arlt miraba en silencio las luces de la calle Cerca de nuestro destino -una calle torcida, un bodegón que se fingia italiano- Perez Encina dijo:

—Cuando estrené La casa vendida...

Entonces ArIt resucitó de la sombra y empezó a reír y siguió riendo hasta que el taxi se detuvo y alguno pagó el viaje. Continuaba riendo apoyado en la pared del bodegón y, sospecho, todos pensamos que le había llegado un muy previsible ataque de locura. Por fin se acabó la risa y dijo calmoso y serio:

—A vos, Pérez Encina, nadie te da patente de inteligencia. Pero sos el premio Nobel de la memoria. ¡Sos la única persona en el mundo que se acuerda de La casa vendida!

La numerosa tribu de los maniqueos puede elegir entre las dos anécdotas. Yo creo en la sinceridad de una y otra y no doy opinión sobre la persona Roberto Arlt. Que, por otra parte, me interesa menos que sus libros.

A esta altura pienso que hay bastantes recuerdos y es, sería, necesario hablar del libro. Pero siempre he creído, además, que a los lectores, lo único que importa de verdad -y esto es demostrable- no son niños necesitados de que los ayuden a atravesar las tinieblas para esquivar las zanjas o llegar al baño. Ellos, los lectores, son siempre los que dicen la última, definitiva palabra después de la verborragia-critica que se adhiere a las primeras ediciones.

Esto no es un ensayo crítico -seria incapaz de hacerlo seriamente-, sino una simple semblanza, muy breve en realidad si la comparo con lo que recuerdo ahora mismo, esta noche de mayo en un lugar que ustedes no conocen y se llama Montevideo. Una semblanza de un tipo llamado Roberto ArIt, destinado a escribir.

Y el destino, supongo, sabe lo que hace. Porque el pobre hombre se defendió inventando medias irrompibles, rosas eternas, motores de superexplosión, gases para concluir con una ciudad.

Pero fracasó siempre y tal vez de ahi irrumpieran en este libro metáforas industriales, químicas, geométricas. Me consta que tuvo fe y que trabajó en sus fantasías con seriedad y métodos germanos.

Pero había nacido para escribir sus desdichas infantiles, adolescentes, adultas. Lo hizo con rabia y con genio, cosas que le sobraban.

Todo Buenos Aires, por lo menos, leyó este libro. Los intelectuales interrumpieron los dry martinis para encoger los hombros y rezongar piadosamente que ArIt no sabía escribir. No sabía, es cierto, y desdeñaba el idioma de los mandarines: pero sí dominaba la lengua y los problemas de millones de argentinos, in¬capaces de comentarlo en artículos literarios, capaces de comprenderlo y sentirlo como amigo que acude —hosco, silencioso o cinico— en la hora de la angustia.

Arlt nació y soportó la infancia en ese limite fijo que los estadigrafos de todos los gobiernos de este mundo llaman miseria-pobreza: soportó a un padre de sangre pura que le decia, a cada travesura mañana a las seis te voy a dar una paliza. Arlt trató de contarnos, y tal vez pudo hacerlo en su primera novela, los insomnios en que miraba la negrura de una pequeña ventana, viendo el anuncio de la mañana implacable.

Supe que leyó Dostoyevski en miserables ediciones argentinas de su época. Humillados y ofendidos, sin duda alguna. Después descubrió Rocambole y creyó. Era, literariamente, un asombroso semianalfabeto. Nunca plagió a nadie; robó sin darse cuenta.

Sin embargo, yo persisto, era un genio. Y, antes del final, una observación: por si todavía quedan lombrosianos es justo decr que los huesos frontales del genio muestran una protuberancia en el entrecejo. En Roberto Arlt el rasgo era muy notable; yo no lo tengo.

Y ahora, por desgracia, reaparece la palabra “desconcertante". Pero, ya que está expuesta, vamos a mirarla de cerca Corno viejos admiradores de Arli, como antiguos charlatanes y discutidores, hemos comprobado que las objeciones de los más cultos sobre la obra de Roberto Arlt son dificiles de rebatir Ni siquiera el afán de ganar una polémica durante algunos minutos me permitió nunca decir que no a los numerosos cargos que tuve que escuchar y que sin embargo, curiosamente, nadie se atreve a publicar. Vamos a elegir los más contundentes, los más definitivos en apariencia.

1) Roberto Arlt tradujo a Dostoyevski al lunfardo, La novela que integran Los siete locos y Los lanzallamas nació de Los demonios. No sólo el tema, sino también situaciones y personajes. Maria Timofoyevna Lebiádkikna, “la coja”, es fácil de reconocer, se llama aquí Hipólita, Stavroguin es reconstruido con el Astrólo¬go; y otros; el diablo, puntualmente se le aparece tantas veces a Erdosain como a Iván Karamázov.

2) La obra de ArIt puede ser un ejemplo de carencia de autocrítica. De sus nueve cuentos recogidos en libro, este lector envidia dos: Las fieras, Ester Primavera y desprecia el resto.

3) Su estilo es con frecuencia enemigo personal de la gramática.

4) Las “Aguafuertes porteñas” son, en su mayoría, perfectamente desdeñables.

Las objeciones siguen pero éstas son las principales y bastan.

Los anteriores cuatro argumentos del abogado del diablo son, repetimos, irrebatibles. Seguimos profunda, detinitivamente convencidos de que si algún habitante de estas humildes playas logró acercarse a la genialidad literaria, llevaba por nombre el de Roberto ArIt. No hemos podido nunca demostrarlo. Nos ha sido imposible abrir un libro suyo y dar a leer el capítulo o la página o la frase capaces de convencer al contradictor. Desarmados, hemos preferido creer que la suerte nos había provisto, por lo menos, de la facultad de la intuición literaria. Y este don no puede ser transmitido.

Hablo de arte y de un gran, extraño artista. En este terreno, poco pueden moverse los gramáticos, los estetas, los profesores. O, mejor dicho, pueden moverse mucho pero no avanzar. El tema de ArIt era el del hombre desesperado, del hombre que sabe -o inventa- que sólo una delgada o invencible pared nos está separando a todos de la felicidad indudable, que comprende que ‘es inútil que progrese la ciencia sí continuamos manteniendo duro y agrio el corazón como era el de los seres humanos hace mil años’.

Hablo de un escritor que comprendió cómo nadie la ciudad en que le tocó nacer. Más profundamente, quizá, que los que escribieron música y letra de tangos inmortales. Hablo de un novelista que será mucho mayor de aquí que pasen los años -a esta carta se puede apostar- y que, incomprensiblemente, es casi desconocido en el mundo.

Dedicado a catequizar, distribuí libros de Roberto Arlt. Alguno fue devuelto después de haber señalado con lápiz, sin distracciones, todos los errores ortográficos, todos los torbellinos de la sintaxis. Quien cumplió la tarea tiene razón. Pero siempre hay compensaciones; no nos escribirá nunca nada equivalente a La agonía del rufián melancólico, o El humillado o a Hafíner cae.

No nos dirá nunca, de manera torpe, genial y convincente, que nacer significa la aceptación de un pacto monstruoso y que, sin embargo, estar vivo es la única verdadera maravilla posible. Y tampoco nos dirá que, absurdamente, más vale persistir.

Y, en otro plano del arltismo: ¿quién nos va a reproducir la mejilla pensativa, el perfil desgraciado y cinico de Roberto Arlt en el sucio boliche bonaerense de Rio de Janeiro y Rivadavia, cuando se llamaba Erdosain?"